10.8.04

El corazón en una Isla

No es Lloret, sino Sencelles
Si hay algo que nos diferencia en esta maldita isla, es que todo va a otro ritmo. Sobre todo, comparado con el ritmo de una gran urbe como Madrid. Aquí no subimos las escaleras mecánicas a pie, sino que nos dejamos llevar, ni nos impacientamos si alguien se cuela en la fila para entrar al bus. Cuando un mallorquín va a coger el metro y suena la señal de partida, no corre, sino que lo deja correr (También me lo comentaba Jueves: "¿Para qué correr? ¿Están locos? ¡Dentro de cinco minutos pasa otro!"). Aquí, cuando le decimos a un turista que algún edificio está cerca, es que está cerca de verdad. En nuestra isla, en definitiva, no puedes perderte: en algún momento llegarás al mar.
Lo pensaba cuando estaba en el funeral de mi abuelo: somos auténticos mallorquines. No reunimos a toda la familia, a todo el clan (no a los cuatro allegados), en Navidad, o en alguna fiesta importante. No. Los autenticos mallorquines sólo nos reunimos en los funerales. I que poguem pregar molts d´anys per ell. Al menos, de esa manera, se hacen menos traumáticos: "Cuánto tiempo sin vernos", "Has crecido mucho", etc.
No he visto mayor imagen de aplomo, de saber estar, que cuando entraba en la iglesia de Sencelles, la vez que enterramos a la madre del padrino de Blackie. Él y el padre de éste -el viudo- entraban, vestidos de negro, con una dignidad que me puso la piel de gallina. Hubiera dado lo que fuera por congelar ese momento.
El domingo fuimos a Lloret. Empezaban las fiestas, pero nuestro motivo era otro: la misa que oficiaban para mi abuelo. La sensación que tuve al llegar fue la de ir entrando progresivamente en otro tiempo. Al dejar el coche cerca de nuestra casa, aún seguíamos en el presente. Pero, a medida que ibamos hacia la iglesia, el tiempo iba retrocediendo. En la plaza, la música, los puestos de chucherías y las guirnaldas de papel que van de balcón a balcón me recordaban las viejas fotografías de las fiestas antes de la guerra civil: aquello era exactamente igual, salvo por los detalles inevitables.
Entrar en una iglesia antigua siempre tiene su encanto. En la de Lloret, desde que soy pequeño, me asalta ese olor de incienso y de madera vieja que conserva el recinto y que me subyuga. Con los años se ha ido haciendo más y más pequeña, pero yo aprecio más su modesta arquitectura que la monstruosidad barroca de El Escorial. Aún se pasa el rosario antes de la misa; yo lo escucho admirado, como intentando sentir el trance de la letanía, aunque algo despistado por la música que viene de fuera. En la homilía, un capellán más humanista y menos dogmático de lo que me esperaba apela al Primer Motor y a algunos puntos de las vías de Santo Tomás de Aquino para justificar a Dios. Era como una clase de escolástica. Al salir de misa, las ancianas que no pudieron asistir al funeral en Palma dan el pésame a mi abuela, y mi padre vuelve a emocionarse. Todo tiene un encanto local y ritual que no me molesta, es más, me atrae, peso a lo aconfesional de mis creencias. [Creo que me he ido por las ramas... En todo caso, ahí queda...]

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