25.7.03

Mio Cid

El sol se ha puesto hace horas
y Vivaldi derrama toda su gloria
por los altavoces, ajeno a mi lectura.
Es inútil pensar
que a estas alturas don Rodrigo,
Mio Çid Ruy Diaz de Vivar,
va a decirte algo nuevo,
algo en lo que sus forenses
no te hayan insistido ya.
No podemos precisar la datación
de la obra, dice uno;
en cambio es muy probable pensar
que el segundo cantar
fue anterior al primero.
Intento olvidar ese susurro técnico y preciso
y seguir a su lado,
paladeando cada verso, cada hemistiquio:
El héroe llega a Burgos,
entre las aclamaciones del pueblo
-nótese que, al referirse a burgueses,
el autor contrapone sus intereses
a los de la alta nobleza...
Vuelvo a cerrar el libro,
no sin sentir cierto asco
por una edición que es más eco
que canto: algo así
como un pantocrátor
tras una lona de obras,
o como una venus conservada en formol.
El tiempo, nos dicen, hace imposible
una lectura correcta sin la ayuda
de un filólogo empedernido.
Y sin embargo, basta ver las lágrimas
de sos oios para entender su rabia,
basta escuchar su lamento,
Albricia, Alvar Fáñez, ca echados somos de tierra,
para decidir seguirle y cabalgar junto a él en el exilio.
Desde el fondo de las páginas
del poema, el Campeador me mira
con los ojos con que debió de mirar
a aquella de niña de nuef anyos:
frunciendo el ceño con tristeza,
espoleando su caballo,
avanzando en su eterno destierro
un destierro cada vez más lejano
e irredimible.



Como poema deja mucho que desear, pero sigo pensando lo mismo en cuanto al contenido.

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