15.12.04

Maxima debetur puero reverentia

Blackie siempre me cuenta algunas historias sobre profesores, psicólogos y demas ralea que trata con niños, y de sus fortunas y adversidades, que a su vez a ella le cuentan en la facultad. Y la verdad, con cada caso de incompetencia que me cuenta, lo que de verdad me extraña es que de nuestros sistemas educativos sigan saliendo niños normales, sin taras, ni fobias, ni nada raro. Es una prueba más de lo fuerte que arraiga la vida en nosotros, sin duda.

A lo que iba. Siendo yo filólogo, la enseñanza siempre había sido una salida profesional que había aceptado; es más, he de reconocer que me gusta, porque llevo mucho tiempo en ella "a pequeña escala", y las incursiones que he hecho en plazas mayores no han sido desagradables del todo. Pero, con todo, estoy llegando a un punto en que cada vez estoy menos convencido de que una persona como yo -frágil, por lo demás, sensible y demasiado combustible- sirva para un trabajo titánico como el de profesor. [Mi experiencia como monitor de informática para críos de Primaria me está afectando, claro. Aquello no debe, no puede ser una clase como las que deseo. Al menos, teórica.]

Pero en manos de quién vamos a dejar la tarea que acaso es la más importante de nuestras vidas: formar a nuestros pequeños. Siento una terrible deuda (¿he de decir humanista? No lo sé) con la enseñanza, una deuda ética, pero creo que, a la vez, es una amante demasiado exigente. Todo esto a qué venía; sí, mirad. Doy clases particulares a un niño de siete años. Su avance es más lento que el del resto de niños de clase, pero en su colegio le catalogaron como despistado, o que simplemente tardaba más en hacer las cosas. Decían que era demasiado pronto para diagnosticarle si era disléxico o no (con la experiencia que tengo, he de decir que es probable que lo sea). Le castigaban por ir tan lento, y además, por distraerse con facilidad. Cada día, en su casa, se hacían las 11 de la noche cuando habían terminado los deberes. Su madre finalmente optó por poner su caso en manos de un psicopedagogo y, además, cambiar al niño de colegio, puesto que le habían ignorado totalmente. Ahora, aún pendientes de los análisis del experto, el niño asiste a un nuevo colegio -público- y está mucho más animado, trabaja mucho más, le cuenta muchas más cosas a su madre sobre lo que hace, y toda la familia está mucho más contenta.

Sirva este ejemplo para ver en qué se preocupaba la maestra de P. cuando éste le entregaba sus dibujos. En el libro de matemáticas, hay un ejercicio que consiste en pintar los trozos de un recuadro cuyo número interior sea superior a 415. Si el niño lo hace correctamente, la forma pintada es la de un elefante. P. realiza correctamente el ejercicio; la maestra anota en rojo: "¿Por qué no lo ha pintado todo de un color?". Sus padres anotan al lado, en lapiz, con toda la razón del mundo: "¿Dónde pone que haya que pintarlo de un solo color?"... Vergüenza debería hacerle a la profesora llevar tal nombre.

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