Hasta aquí he hablado de un príncipe; ahora hablaré de un monstruo. Se había rehecho llamar Piadoso hijo de los campamentos, padre de los ejércitos, César óptimo y máximo. Varios reyes, que habían ido a Roma a saludarle, disputaban entre sí a su mesa acerca de la nobleza de su origen; oyólos él y exclamó en griego: no hay más que un dueño, no hay que más que un rey; y poco faltó para que en el acto tomase la diadema, y en vez de las insignias de su autoridad, todos los signos de la realeza. Pero le dijeron que era superior a todos los príncipes y reyes de la tierra, y a partir de entonces empezó a atribuirse la majestad divina. Hizo traer de Grecia las estatuas de dioses más famosas por la excelencia del trabajo y el respeto de los pueblos, entre ellas la de Júpiter Olímpico, y a la cual quitó la cabeza y la substituyo con la suya. (Cap. XXII)
Expondré ahora los principales rasgos de su barbarie. Como costaban muy caros los animales para el mantenimiento de las fieras destinadas a los espectáculos, las alimentaba con la carne de los criminales, echándoselos vivos para que los devorasen; cierto día en que visitaba las prisiones, ordenó, permaneciendo en el rastrillo y sin consultar siquiera el registro en que constaba cada pena, que en presencia suya echasen indistintamente a todos los prisioneros a las fieras. A un ciudadano, que había hecho voto de combatir en la arena por la salud del emperador, le obligó a que cumpliese su promesa; asistió al combate y no le dejó ir sino vencedor y esto después de reiteradas súplicas. A otro, que había jurado morir por él si era necesario, le aceptó el voto, y viéndole vacilar, le hizo coronar como víctima, con verbena y cintas; lo entregó después a un grupo de niños que habían recibido la orden de perseguirlo por las calles recordándole su voto, hasta precipitarle desde la roca Tarpeya. Condenó a las minas, a los trabajos de los caminos y a las fieras a gran número de ciudadanos distinguidos, después de haberlos señalado con el estigma. Encerrábalos también en jaulas, en las cuales tenían que mantenerse en postura de cuadrúpedo, o bien los mandaba aserrar por la mitad del cuerpo. (Cap. XXVII)
No consintió que se castigara a nadie de una manera a la ligera, sino con frecuentes golpes, con la orden de siempre y ya conocida: "Hiere de tal forma que se dé cuenta de que muere". Habiéndose castigado a muerte por un error del nombre otro distinto del que había destinado, dijo que los dos habían merecido igual pena. A menudo repetía aquel verso de una tragedia: "Que [me] odien, mientras [me] teman." (Cap. XXX)
Cierto día se colocó por burla al lado de la estatua de Júpiter y preguntó al trágico Apeles cuál de los dos le parecía más grande, y como vacilase en contestar, le hizo azotar acto seguido, haciéndole notar entonces que tenía la voz agradable y hermosa en las súplicas y hasta en los gemidos. (Cap. XXXIII)
En sus despilfarros superó la extravagancia de los más pródigos. Ideó una nueva especie de baños, de manjares extraordinarios y de banquetes monstruosos; se lavaba con esencias unas veces calientes y otras frías, tragaba perlas de crecido precio disueltas en vinagre; hacía servir a sus convidados panes y manjares condimentados con oro, diciendo que era necesario ser frugal o césar. (Cap. XXXVII)
[Describe su físico] Era Calígula de elevada estatura, pálido y grueso; tenía las piernas y el cuello muy delgados, los ojos hundidos, deprimidas las sienes; la frente ancha y abultada, escasos cabellos, con la parte superior de la cabeza enteramente calva y el cuerpo muy velludo. Por esta razón era delito capital mirarle desde lo alto cuando pasaba, o pronunciar, con cualquier pretexto que fuese, la palabra cabra. Su rostro era naturalmente horrible y repugnante, pero él procuraba hacerle aun más espantoso, estudiando delante de un espejo los gestos con que podría provocar más terror. No estaba sano de cuerpo ni de espíritu: atacado de epilepsia desde sus primeros años, no dejó por ello de mostrar ardor en el trabajo desde la adolescencia, aunque padeciendo síncopes repentinos que le privaban de fuerza para moverse y estar en pie, y de los que se recuperaba con dificultad. Conocía su enfermedad y había pensado más de una vez en curarse buscando para ello un oculto retiro. Se cree que Cesonia le dio un filtro para que la amara, que no produjo otro efecto que el de volverle furioso. Le excitaba especialmente el insomnio, porque nunca conseguía dormir más de tres horas y ni siquiera éstas con tranquilidad, pues turbábanle extraños sueños en uno de los cuales creía que le hablaba al mar. Así la mayoría de las noches, cansado de velar en su lecho, se sentaba a la mesa o paseaba por vastas galerías esperando e invocando la luz. (Cap. L)
[Muerte] El 9 de las calendas de febrero, cerca de la hora séptima (104 bis), mientras dudaba si se levantaría para comer, porque tenía el estómago cargado aún de la comida de la víspera, le decidieron a hacerlo sus amigos y salió. Tenía que pasar por una bóveda, donde se ensayaban entonces algunos niños pertenecientes a las primeras familias del Asia y que él había hecho acudir para desempeñar algunos papeles en los teatros de Roma. Detúvose a contemplarlos y exhortarlos a hacerlo bien, y si su jefe no le hubiese dicho que perecería de frío, ya retrocedía para disponer que comenzase el espectáculo. No están de acuerdo todos acerca de lo que sucedió después: según unos, mientras hablaba con los niños. Querea, colocado a su espalda, le hirió violentamente en el cuello con la espada, gritando: ¡Haced lo mismo! y en el acto el tribuno Cornelio Sabino, otro conjurado, le atravesó el pecho. Pretenden otros que Sabino, después de separar a todos por medio de centuriones que pertenecían a la conjuración, había, según costumbre, preguntado a Calígula la consigna, y que habiéndole dicho este Júpiter, exclamo Querea: Recibe una prueba de su cólera; y le descargó un golpe en la mandíbula en el momento en que volvía la cabeza hacia él. Derribado al suelo y replegado sobre sí mismo, gritó que vivía aún, pero los demás conjurados le dieron treinta puñaladas. La consigna de estos era ¡Repite!, y hasta hubo uno que le hundió el hierro en los órganos genitales. Al primer ruido acudieron a auxiliarle sus porteros con los bastones, así como también los soldados de la guardia germánica, que dieron muerte a varios de los asesinos, y hasta a dos senadores inocentes del crimen.
Vivió Calígula veintinueve años y reinó tres años, diez meses y ocho días. Su cadáver fue llevado en secreto a los jardines Lamianos, lo chamuscaron en una pira improvisada, y lo enterraron luego cubriéndole con un poco de césped. Más adelante sus hermanas, vueltas del destierro, lo hicieron exhumar, lo quemaron y dieron sepultura a sus cenizas. Se asegura que hasta esta época aparecieron fantasmas a los guardias de aquellos jardines, y por la noche, en la casa donde le asesinaron resonaban espantosos ruidos. Su esposa Cesonia murió al mismo tiempo que él, asesinada por un centurión; a su hija la estrellaron contra una pared. (Caps. LVIII y LIX)