Quienes estampamos nuestra firma al pie de este Manifiesto no estamos movidos por ninguno de los afanes que caracterizan habitualmente al signatario de proclamas, protestas y reivindicaciones. El Manifiesto no pretende denunciar políticas gubernamentales, ni repudiar actuaciones económicas, ni protestar contra específicas actividades sociales. Contra lo que se alza es contra algo mucho más general, hondo… y por lo tanto difuso: contra la profunda pérdida de sentido que conmueve a la sociedad contemporánea.
Aún sigue existiendo, es cierto, algo parecido al sentido; algo que, por sorprendente que sea, aún justifica y llena la vida de los hombres de hoy. Por ello, el presente Manifiesto se alza, hablando con mayor propiedad, contra la reducción de dicho sentido a la función de preservar y mejorar (en un grado, es cierto, inigualado por ninguna otra sociedad) la vida material de los hombres.
Trabajar, producir y consumir: tal es todo el horizonte que da sentido a la existencia de los hombres y mujeres de hoy. Basta, para constatarlo, leer las páginas de los periódicos, escuchar los programas de radio, regodearse ante las imágenes de la televisión: un único horizonte existencial (si se le puede denominar así) preside a cuanto se expresa en los medios de comunicación de masas. Contando con el enfervorizado aplauso de éstas, dicho horizonte proclama que de una sola cosa se trata en la vida: de incrementar al máximo la producción de objetos, productos y esparcimientos puestos al servicio de nuestro confort material.
Producir y consumir: tal es nuestro santo y seña. Y divertirse: entretenerse en los pasatiempos (se denominan con acertado término: “actividades de ocio”) que la industria cultural y los medios de comunicación lanzan al mercado con objeto de llenar lo que, sólo indebidamente, puede calificarse de “vida espiritual”; con objeto de llenar, más propiamente hablando, lo que constituye ese vacío, esa falta de inquietud y de acción que la palabra ocio expresa con todo rigor.
A ello se reduce la vida y el sentido del hombre de hoy, la de ese “hombre fisiológico” que parece encontrar su mayor plenitud en la satisfacción de las necesidades derivadas de su mantenimiento y sustento. Resulta obligado reconocer, por supuesto, que en semejante empeño –muy especialmente en la mejora de las condiciones sanitarias y en el incremento de una longevidad que casi se ha duplicado en el curso de un siglo–, los éxitos alcanzados son absolutamente espectaculares. También lo son los grandes avances que la ciencia ha efectuado en la comprensión de las leyes que rigen los fenómenos físicos que conforman el universo en general y la tierra en particular. Lejos de repudiar tales avances, los signatarios del presente Manifiesto no podemos sino saludarlos con hondo y sincero júbilo.
Es precisamente este júbilo el que nos lleva a expresar su asombro y su angustia ante la paradoja de que, en el momento en que tales conquistas han permitido aliviar considerablemente el sufrimiento de la enfermedad, mitigar la dureza del trabajo, expandir la posibilidad del conocimiento (en un grado jamás experimentado y en unas condiciones de igualdad jamás conocidas): en un momento caracterizado por tan saludables provechos, resulta que es entonces cuando, reducidas todas las perspectivas al mero incremento del bienestar, corre el riesgo de quedar aniquilada la vida del espíritu.
Lo que peligra no son, salvo hecatombe ecológica, los beneficios materiales así alcanzados; lo que se ve amenazada es la vida del espíritu. Lo prueba, entre mil otras cosas, el mero hecho de que incluso se ha vuelto problemático usar el término “espíritu”. Es tal el materialismo que impregna los más íntimos resortes de nuestro pensamiento y de nuestro corazón, que basta utilizar positivamente el término “espíritu”, basta atacar en su nombre el materialismo reinante, para que la palabra “espíritu” se vea automáticamente cargada de despectivas connotaciones religiosas, si ya no esotéricas.
Se impone por ello precisar que no es la inquietud religiosa la que mueve a los signatarios del presente Manifiesto, independientemente de lo que éstos puedan considerar acerca de la relación entre “lo espiritual” y “lo divino”.
Lo que nos mueve no es la inquietud ante la muerte de Dios, sino ante la del espíritu: ante la desaparición de ese aliento por el que los hombres se afirman como hombres y no sólo como entidades orgánicas. La inquietud que aquí se expresa es la derivada de ver desvanecerse ese afán gracias al cual los hombres son y no sólo están en el mundo; esa ansia por la que expresan toda su dicha y su angustia, todo su júbilo y su desasosiego, toda su afirmación y su interrogación ante el portento del que ninguna razón podrá nunca dar cuenta: el portento de ser, el milagro de que hombres y cosas sean, existan: estén dotados de sentido y significación.
¿Para qué vivimos y morimos nosotros: los hombres que creemos haber dominado el mundo…, el mundo material, se entiende? ¿Cuál es nuestro sentido, nuestro proyecto, nuestros símbolos…, estos valores sin los que ningún hombre ni ninguna colectividad existirían? ¿Cuál es nuestro destino? Si tal es la pregunta que cimienta y da sentido a cualquier civilización, lo propio de la nuestra es ignorar y desdeñar tal tipo de pregunta: una pregunta que ni siquiera es formulada, o que, si lo fuera, tendría que ser contestada diciendo: “Nuestro destino es estar privados de destino, es carecer de todo destino que no sea nuestro inmediato sobrevivir”.
Carecer de destino, estar privados de un principio regulador, de una verdad que garantice y guíe nuestros pasos: semejante ausencia –semejante nada– es sin duda lo que trata de llenar la vorágine de productos y distracciones con que nos atiborramos y cegamos. De ahí proceden nuestros males. Pero de ahí procede también –o mejor dicho: de ahí podría proceder, si lo asumiéramos de muy distinta manera– toda nuestra fuerza y grandeza: la de los hombres libres; la grandeza de los hombres no sometidos a ningún Principio absoluto, a ninguna Verdad predeterminada; el honor y la grandeza de los hombres que buscan, se interrogan y anhelan: sin rumbo ni destino fijo. Libres, es decir, desamparados. Sin techo ni protección. Abiertos a la muerte.
Esbozar la anterior perspectiva no significa, ni que decir tiene, resolver nada. Contrariamente a todos los Manifiestos al uso, no pretende éste apuntar medidas, plantear acciones, proponer soluciones. Ya ha pasado afortunadamente el tiempo en que un grupo de intelectuales podían imaginarse que, plasmando sus ansias y proyectos en una hoja tan blanca como el mundo al que pretendían modelar, iba éste a seguir el rumbo fijado. Tal es el sueño –el señuelo– del pensamiento revolucionario: este pensamiento que, habiendo conseguido poner los fórceps del poder al servicio de sus ideas, sí logró –pero con las consecuencias que sabemos– transformar el mundo durante unas breves y horrendas décadas.
El mundo no es en absoluto la hoja en blanco que se imaginaban los revolucionarios. El mundo es un fascinante y a veces aterrador libro trenzado de pasado, enigmas y espesor. No pretenden pues los firmantes del presente Manifiesto plasmar ningún nuevo programa de redención en ninguna nueva hoja en blanco. Pretenden ante todo, y ya sería mucho, conglomerar voces unidas por un parecido malestar.
Ya sería mucho, en efecto: pues lo más curioso, por no decir lo más inquietante, es que semejante malestar no haya encontrado hasta la fecha ningún auténtico cauce de expresión. Aún más angustioso que la propia muerte del espíritu, es el hecho de que, salvo algunas voces aisladas, dicha muerte parece dejar a nuestros contemporáneos sumidos en la más completa de las indiferencias.
Por ello, el primer objetivo que se propone este Manifiesto es el de saber en qué medida tales reflexiones son susceptibles de suscitar un mínimo, mediano o (acaso) amplio eco. A pesar del pesimismo que embarga a este Manifiesto, late en él la descabellada esperanza de pensar que no es posible que sólo algunas voces aisladas se alcen a veces para oponerse al sentir que caracteriza a nuestro tiempo. En la medida en que dicho sentir siga siendo dominante, es evidente que inquietudes como las aquí expresadas sólo podrán plasmarse en un grito, en una denuncia. Esto es obvio. Pero no lo es el que semejante grito no figure siquiera inscrito en aquel talante crítico, impugnador y transgresor, que tanto había caracterizado a la modernidad, al menos durante sus inicios. Como si todo fuera de lo mejor en el mejor de los mundos, casi nada queda de aquella actitud crítica: lo único que hoy mueve a la protesta son las reivindicaciones ecologistas (tan legítimas como encerradas en el más plano de los materialismos), a las que cabría añadir los putrefactos restos de un comunismo igual de materialista y tan trasnochado que ni siquiera parece haber oído hablar de los crímenes que, cometidos bajo su bandera, sólo son equiparables a los realizados por el otro totalitarismo de signo aparentemente opuesto.
Desvanecido el talante inquieto y crítico que honró antaño a la modernidad, entregado nuestro tiempo a las exclusivas manos de los señores de la riqueza y del dinero –de ese dinero cuyo espíritu impregna por igual a sus vasallos–, sólo queda entonces la posibilidad de lanzar un grito, de expresar una angustia. Tal es el propósito del presente Manifiesto, el cual, además de lanzar dicho grito, también pretende posibilitar que se abra un profundo debate. Ni que decir tiene que tanto las cuestiones explícitamente apuntadas aquí, como las muchas otras que éstas implican, no pueden encontrar su cabal expresión en el breve espacio de un Manifiesto. Por ello, ya se verían abundantemente colmados los propósitos de éste, si a raíz de su publicación se abriera un debate en el que participaran cuantos se sintieran concernidos por las inquietudes aquí esbozadas.
Apuntemos tan sólo algunas de las cuestiones en torno a las cuales podría lanzarse tal debate. Si “el tema de nuestro tiempo”, por parafrasear a Ortega, no es otro que el constituido por esta profunda paradoja: la necesidad de que se abra un destino para los hombres privados de destino y que han de seguir estándolo; si nuestra cuestión es la exigencia de que se abra un sentido para un mundo que descubre –aunque encubierta, desfiguradamente– todo el sinsentido del mundo; si tal es, en fin, nuestro “tema”, la cuestión que entonces se plantea es: ¿mediante qué cauces, a través de qué medios, de qué contenido, de qué símbolos, de qué proyectos… puede llegar a abrirse semejante donación de sentido?
La anterior paradoja –disponer y no disponer de destino; afirmar un sentido establecido sobre el sinsentido mismo del mundo–; todo este arriesgado pero enaltecedor ejercicio de equilibrio sobre el abismo, todo este mantenerse en la movediza “frontera” que media entre la tierra firme y el vacío: ¿no se parece todo ello al abismo, a la paradoja misma del arte: del verdadero arte, del que nada tiene que ver con el entretenimiento que se vende hoy bajo su nombre? “Tenemos el arte para no perecer a causa de la verdad”, es decir, de la racionalidad, decía Nietzsche. Quizá sí, quizá sea el arte lo que pudiera sacar al mundo de su abulia y torpor. Para ello, haría falta desde luego que la imaginación artística recobrara nuevo impulso y vigor. Pero ello no bastaría. También haría falta que, dejando de ser tanto un entretenimiento como un mero ornamento estético, el arte recuperara el lugar que le corresponde en el mundo; pasara a ser asumido como la expresión de la verdad que el arte es y que nada tiene que ver con la mera contemplación efectuada por un ocioso espectador.
Ahora bien, ¿es ello posible en este mundo en el que no sólo la banalidad y la mediocridad, sino la fealdad misma (fealdad arquitectónica y decorativa, fealdad vestimentaria y musical…) parece estar convirtiéndose en uno de sus ejes centrales? ¿Es posible esta presencia viva del arte en un mundo dominado por la sensibilidad y el aplauso de las masas? ¿Es posible que el arte se instale en el corazón del mundo sin que reviva –pero ¿cómo?– lo que fue durante siglos la auténtica, la vivísima cultura popular? Dicha cultura ha desaparecido hoy, inmolada en el altar de una igualdad que mide a todos por el mismo rasero, que impone a todos la sumisión a la única cultura –la culta– que nuestra sociedad considera posible y legítima. ¿No es pues la cuestión misma de la igualdad –la de sus condiciones, posibilidades y consecuencias– la que queda de tal modo abierta, la que resulta ineludible plantear?
Esbocemos una última cuestión, quizá la más decisiva. Toda la desespiritualización aquí denunciada está íntimamente relacionada con lo que cabría denominar el desencanto de un mundo que ha realizado el más profundo de los desencantamientos: ha aniquilado a las fuerzas sobrenaturales que, desde el comienzo de los tiempos, regían la vida de los hombres y daban sentido a las cosas. No hace falta insistir en la necesidad de dicho desencantamiento para explicar los fenómenos físicos que conforman el universo. Imprescindibles resultan para ello las armas de una razón cuyas conquistas materiales (tanto teóricas como prácticas) están sobradamente probadas. Ahora bien, ¿no son estas mismas armas y estas mismas conquistas las que lo pervierten todo, cuando, dejando de aplicarse a lo material, intentan dar cuenta de lo espiritual? ¿No es el poder de la razón el que lo reduce todo a un mecánico engranaje de causas y efectos, de funciones y utilidades, cuando pretende encarar la significación del mundo, cuando intenta enfrentarse al sentido de la existencia? El fondo del problema, ¿no estriba en este desmesurado poder que se ha atribuido el hombre al proclamarse no sólo “dueño y señor de la naturaleza”, sino también dueño y señor del sentido? Sólo gracias a la presencia del hombre, es cierto, surge, se dispensa esta “cosa”, la más portentosa de todas, a la que denominamos sentido. Pero de ello no se deriva en absoluto que el hombre disponga del sentido, sea su dueño y señor, domine y controle un misterio que siempre le trascenderá.
Semejante trascendencia no es en el fondo otra cosa que lo que, durante siglos, se ha visto expresado bajo el nombre de “Dios”. Enfocar las cosas desde tal perspectiva, ¿no equivale pues a plantear –pero sobre bases radicalmente nuevas– la cuestión que la modernidad había creído poder obviar para siempre: la cuestión de Dios?
Dejemos abierta, al igual que las anteriores, esta última cuestión: la de un insólito dios (quizá conviniera por ello escribir su nombre con minúscula), la cuestión de un dios que, careciendo de realidad propia –no perteneciendo ni al mundo natural ni al sobrenatural–, sería tan dependiente de los hombres y de la imaginación como éstos lo son de él y de ésta. ¿A qué mundo, a qué orden de realidad podría pertenecer semejante dios? No podría desde luego pertenecer a ese orden sobrenatural cuya realidad física hasta ha sido desmentida… por Su Santidad el Papa, quien en julio de 1999 –pero nadie se enteró– afirmaba que “el cielo […] no es ni una abstracción ni un lugar físico entre las nubes, sino una relación viva y personal con Dios”. ¿Dónde puede morar dios, en qué puede consistir la naturaleza divina, si ningún lugar físico le conviene, si sólo de una “relación” se trata? ¿Dónde puede morar dios, sino en este lugar aún más prodigioso y maravilloso que está constituido por las creaciones de la imaginación?
Plantear la cuestión de dios no es otra cosa, en últimas, que plantear la cuestión de la imaginación, interrogarnos sobre su naturaleza: la de esa fuerza que, a partir de nada, crea signos y significaciones, creencias y pasiones, instituciones y símbolos…; esa fuerza de la que quizá todo dependa y de la que el hombre moderno, como no podía ser menos, también se pretende dueño y señor. Así lo cree este hombre que, mirando con condescendiente sonrisa a los signos y símbolos de ayer o de hoy, exclama burlón: “¡Bah, sólo son imaginaciones!”, mentiras, pues.
Álvaro MUTIS y Javier RUIZ PORTELLA
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