En la tercera semana de julio preferí mantener un perfil bajo, no soliviantar a nadie en casa y en la medida de la posible seguir mis cosas en las horas muertas cuando todo el mundo descansa. Nada que destacar: perdí el empuje de trabajo de la primera semana, pero a cambio, supongo, habré hecho otras cosas. Uno de mis propósitos de verano era salir a caminar de mañana, antes del calor, con o sin perro, para mantener un poco el peso, y hacer el siempre requerido ejercicio. Lo hice bien durante dos o tres días, pero luego el cansancio me venció. Sigo sacando a los perros un buen rato, pero no me meto una hora de paso vivo hasta el cementerio cercano. Y es que nunca, nunca, he conseguido, por mucho que me esforzara, en llegar a establecer una rutina física que fuera la que luego hiciera al cuerpo pedir esa rutina. Debo quedarme en el umbral de esa dependencia hormonal o algo. Pero bueno, igual es lo mismo que me pasa con el café o la cocacola, que nunca (o al menos hasta hace relativamente poco) me han sobreestimulado, ni la valeriana me ha relajado, ni una ducha por la mañana me ha ayudado a activarme.
Durante el mes de junio y buena parte de julio gozamos en la Isla de un tiempo maravilloso. No fue hasta la segunda semana de julio que llegó la primera ola de calor del verano (mientras escribo, empezando la cuarta semana, llevamos tres días algo tórridos). Es algo que, viviendo con la ecoansiedad actual, y la crisis climática, no me podía creer. Me explico: el verano pasado fue terrible. Terrible. Y eso que pasamos una de las peores olas de calor fuera la Isla, en las maravillosas tierras asturianas. Y ésta era la idea que tenía yo para este verano; ya sabéis, lo de "este va a ser el verano más fresquito de los que te quedan por vivir". No sabéis con qué alegría he disfrutado de la suavidad de las temperaturas de este mes y medio. Aún hoy considero que no hemos llegado a las cifras de calor atroces del año pasado. Vivir para experimentar que la anterior frase no tenía por qué ser una verdad revelada me ha llenado de amor por la vida. Lo digo completamente en serio: siento que vivimos de prestado todos estos días de buenas (normales) temperaturas. Siento que ya no son lo normal, sino una anomalía dentro del gran patrón que nos lleva a la mierda. Me alegra sobremanera tener días de viento fresquito en verano; siento que no me lo merezco. Siento que se va a acabar en nada y volveremos a hundirnos en el infierno climático. Porque, amigos, vosotros y yo podemos hacer muchas cosas por el clima (en esta casa se recicla, se reutiliza, se come poca carne, no hay aire acondicionado, no se viaja en avión y hace tres años que no tengo coche), pero si los gobiernos (instigados por la gente), las grandes empresas, y los que llevan el mundo no hacen grandes cambios, nosotros, curritos, poco vamos a aportar. Esto es así. Creo realmente que estamos condenados, que no sé qué mundo dejaré a mis hijas, que quizá debería haber pensado mejor si traerlas al mundo (no me arrepiento de ello, pero veo con temor el futuro que les espera).
Tampoco sé si esta bonanza atmosférica es en realidad la antesala de algo aún peor que esté por venir, porque, como ya he dicho, apenas me creo que no esté asándome de calor y luchando por respirar. Cada día de fresco de tramuntana es un regalo al que dar gracias a la vida. ¿Se me va mucho la pinza?