26.4.19

Un despropósito como una catedral


¿Que un campesino entra en la ciudad de Barcelona con una ballesta al hombro y ningún guardia ve nada extraño? No pasa nada.

¿Que se nos dice que los bastaixos acarrean en su tiempo libre las piedras de Montjuïc hasta la catedral como ofrenda de devoción, pero por lo que vemos en la serie no hacen nada más en todo el día? No pasa nada. 

¿Que las mujeres, excepto las niñas y las prostitutas, deberían ir con el pelo recogido según los usos de la época y aquí las vemos a todas luciendo melena? No pasa nada. 


¿Que en la serie vemos a una Santa Inquisición con tribunales plenamente operativos, pese a que históricamente no se fundó como tal hasta cien años después? No pasa nada. 

¿Que, pese obviar el punto anterior, la pena por herejía (que no fuera reincidente) eran unos latigazos o como mucho el destierro de la ciudad, y aquí nos pintan que por “yacer con una judía”, Arnau será como mínimo quemado en la hoguera? No pasa nada. 

¿Que el hermano del protagonista, pese a ser un miembro sumamente devoto de la Iglesia, hasta el punto del fanatismo, termina suicidándose, es decir, cometiendo pecado mortal y contraviniendo todas las enseñanzas en las que cree? No pasa nada. 

¿Que, en fin, la serie parece basada en subvertir completamente la férrea ordenación estamental de la época, haciendo que el personaje pase de siervo a burgués adinerado, y de burgués a noble? No pasa nada.

¿Qué parte de culpa de todo esto tiene la novela original y qué la serie? No tengo ni idea, pero realmente no tiene importancia, porque aquí no pasa nada.

Y hasta aquí mi crítica de La catedral del mar (Atresmedia, 2018).

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