Empecé a comprender lo sencilla que podía resultar la vida si uno tenía una ocupación regular con horarios fijos y un sueldo fijo y poca o ninguna necesidad de tener ideas originales. La vida de un escritor es un verdadero infierno comparada con la de un empleado. El escritor tiene que obligarse a trabajar. Ha de establecerse sus propios horarios y si no acude a sentarse a su mesa de trabajo no hay nadie que le amoneste. Si es autor de obras de ficción, vive en un mundo de temores. Cada nuevo día exige ideas nuevas, y jamás puede estar seguro de que se le vayan a ocurrir. Dos horas de trabajo dejan al autor de ficción absolutamente exhausto. Durante esas dos horas ha estado a leguas de distancia, ha sido otra persona, en un lugar distinto, con gente totalmente distinta, y el esfuerzo de volver al entorno habitual es muy grande. Es casi una conmoción. El escritor sale de su cuarto de trabajo como aturdido. Le apetece un trago. Lo necesita. Es un hecho que casi todos los autores de ficción beben más whisky del que les conviene para su salud. Lo hacen para darse fe, esperanza y ánimo. Es un insensato el que se empeña en ser escritor. Su única compensación es la libertad absoluta. No tiene quien le mande, salvo su propio espíritu, y eso, estoy seguro, es lo que le tienta.
De Roald Dahl, en Boy (Relatos de infancia). Luis lo tenía señalado en su libro, y me ha parecido interesante compartirlo con vosotros.
De Roald Dahl, en Boy (Relatos de infancia). Luis lo tenía señalado en su libro, y me ha parecido interesante compartirlo con vosotros.