Es irónico que en una de mis entradas anteriores hablara del buen tiempo y poco después cayeran sobre la isla tres olas de calor, una tras otra. Sólo en los últimos tres días el buen tiempo (es decir, el mal tiempo) nos ha dado un respiro. Desde el miércoles ha llovido y las temperaturas han bajado haciéndonos soñar de nuevo con el paraíso.
Durante todo este tiempo no he dejado de tener achaques. Si durante el mes pasado fue el lumbago, que iba y venía, tras las olas de calor, de nuevo insoportables, ha sido como un cansancio extremo, una debilidad que me impedía hacer cualquier cosa. Tras volver de pasear a los perros y desayunar, lo único que me apetecía era tumbarme y no hacer nada, las fuerzas me abandonaban. Hoy me he sentido mejor, pero esos días de fatiga extrema me han hecho preocuparme, a ver si voy a tener algo. Mi hipocondría siempre va un paso por delante.
Todo lo que pude avanzar la maldita primera semana de vacaciones lo he deshecho en estas últimas. En parte, me digo, la culpa la tiene en buena medida ese calor extremo que te impide hacer nada: no estás a gusto en ningún sitio, no te apetece leer, ni escribir, ni hacer una santa mierda. Menos "trabajar". Me he limitado a cumplir los mínimos en casa y a esperar que pasase este horrible calor. Y, por el contrario, en seguida que refresca y el suave viento frío que se mueve anima a hacer cosas; es como la promesa de un tiempo mejor.
Hoy, por ejemplo, he tenido los ánimos de volver a escribir, trabajar en Papel en Blanco y leer un poco. No sé si cumpliré con los números objetivos que tenía pensados para el verano, pero me digo que es el puto calor, que qué culpa tengo yo.